Pertenencias e (in)pertenencias. Por Clara de Balanzó.

Conviene prestarle atención a la violencia. A la que se presenta de forma gratuita e injustificada. No discrimina, ni distingue y menos ahorra en su despliegue y puesta en escena.

Esa, tiene una profunda avidez de poder y de desahogo. Busca reacciones que la aviven y asienten. No se contenta con hacer su aparición anunciada. Busca la sorpresa, (des)colocar al otro que vive y recibe su embiste.

Pero, de dónde viene dicha agresión y, qué persigue?. Quién la ejerce y se sirve de ella como modo de relación y ocupación, es un ser diminuto, inseguro e indefenso que vive apoderado por su insoportable y no deseada necesidad de coexistir junto a otros seres humanos, a los que rechaza. Despierta y alienta en sí un palpito incesante por hacer desaparecer al prójimo.

Este es un tiempo de gran voracidad, de intenciones y actos que instigan a adueñarse con diagnósticos, lecciones y discursos de la palabra aún no pronunciada y por ende, aún menos escuchada del que se quiere manifestar.

Ahora bien, ante la perpleja y atónita mirada de quién es testigo sin pronunciarse, del que asume y alienta desde su posición, el poder del «todo vale» y del que «tienes que aguantar lo que te echen», ante esa perplejidad, conviene abrir los ojos y las bocas. Y decir basta.

Grandes son las fuerzas de los grupos humanos y no menos grande es la fagocitación del individuo que, a toda costa, siente y cree su deber el pertenecer, permanecer, asirse a un vestido del que poco conoce y que lo va transformando. Haciéndosele a su piel.

Buscamos maneras de nombrar aquello que nos perturba y que en un momento cayó y fue denunciado. Y las encontramos. Las compartimos y documentamos.

El ejercicio de tapar la boca al otro, a ser posible, sin anuncio, ha sido siempre maniobra del que sintiendo que no es, ni tiene, ni sabe, ni puede, quiere dejar al otro sumido y aturdido, sintiendo encarnar eso que el otro niega, siendo al tiempo negado y aniquilado.

Tomemos distancia de esas manos y procurémonos una existencia más cuidadosa, en la que podamos celebrar la existencia del otro, no cómo amenaza sino como posibilidad.

Fácilmente en los tiempos que corren, en que se construyen y atribuyen a las redes sociales la categoría de pertenencia y adhesión, los individuos pueden confundirse y otorgar el beneficio de ser parte, ajustando y configurando los terminales a su antojo. Es el juego del poder. Es el desequilibrio al alcance de la mano. La sensación de tener, al fin, la capacidad de hacer existir o desaparecer al otro, cuándo, de la existencia del otro, se hace un juego del horror.